sábado, 2 de abril de 2011

El café de la tarde.

Hoy nos tomamos un café los tres: mi dolor, mi soledad y yo.

Fue una conversación superficial. De esas en donde se habla de todo, de nada y sólo se deja que el tiempo pase. Creo que el principal temor de los tres era aceptar que en este momento somos nuestra única compañía.

Mi dolor como siempre, emotivo, visceral y egocéntrico, quería acaparar toda la atención. Hablaba fuerte, soltaba alguna lágrima y decía: es que yo siento, es que no duermo, es que no sonrío, es que no disfruto, es que no sé que es sentirse feliz. En fin, todo era él.

Mi soledad, como siempre, misántropa, encerrada en su caracola tornasol, sólo hablaba con monosílabos: si, no, bien, mal, gracias. Se le notaba la incomodidad de tener que interactuar con nosotros dos. Pobre, no soporta compartir su espacio.

Y ahí estaba yo, frente a los dos, sin hablar, dando pequeños sorbos a mi café- obviamente sin azúcar, en este momento la dulzura no tiene espacio- esbozando una sonrisa lastimera- reír por no llorar- , preguntándome cómo había llegado a este punto, qué decisiones había tomado -conscientes o no- para que mi única compañía fueran mi dolor y mi soledad.

Y así, la tarde pasó. Entre el imparable deseo de mi dolor de hablar, el hastío profundo de mi soledad de tener que estar soportando tanta palabra y mi incertidumbre de no saber cómo es que llegaron a mí y que tengo que hacer ahora para que se vayan, el café se terminó.